sábado, 10 de julio de 2010

Jesucristo: ayer, hoy y siempre.


Escribe: Annyela Rosario Barraza Macchiavello.

Vivimos inmersos en un mundo y en una cultura caracterizados por el cambio constante y acelerado. Incluso se llega a pensar que nada permanece, que lo único real es el devenir. Todo es mudable y la referencia a un punto de apoyo sólido se hace extrañar. Vivimos, muchas veces, en medio de la inseguridad de lo inestable, de lo pasajero y efímero. Con este todo cambia que muchos plantean la tecnología, la política, nuestros estados de ánimo y nuestras ideas, e incluso la moral- pareciera que nada es esencial, que nada merece ser objeto de una confianza permanente. Con facilidad olvidamos que detrás de todo cambio siempre hay algo sustancial que permanece, que no se muda.
Todo esto da origen a la inseguridad y a la insatisfacción interior, reflejando así una ansia profunda por la permanencia, aunque ésta no siempre sea del todo consciente.

Pero detrás de todo anida una profunda hambre de infinito que sólo puede saciarse en el Señor Jesús Verbo Encarnado, modelo de hombre pleno. Él, que es raíz de nuestra esperanza, es quien nos ofrece esa permanencia que buscamos ansiosamente, como lo manifiestan numerosos personajes en los Evangelios. El joven rico pregunta que "hacer para tener en herencia vida eterna" (Mc 10, 17), haciendo evidente su hambre de eternidad en busca de un horizonte de mayor significación. La samaritana en el pozo va tomando conciencia de que su insatisfacción sólo puede ser colmada por el agua viva que ofrece el dulce Señor de Nazaret (Jn 4, 5) en la transfiguración del Señor. El pasaje de los discípulos camino a Emaús (Lc 24, 13) resulta conmovedor no sólo por la insistencia con que se le pide al Señor que no se aleje, que se quede a compartir la mesa, pues Él no sólo les ha encendido los corazones, sino porque el mismo Señor Jesús muestra su deseo de quedarse a compartir el pan. La Eucaristía es para nosotros el sacramento de esa presencia real y permanente del Hijo de María que vino para poner su morada entre nosotros. Éstos son sólo algunos testimonios de esa permanencia manifestada en el Señor Jesús, que nuestros corazones reclaman anhelantes y que Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre.

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